Colaboración  especial de Fernando Fuster van Bendegem * , Director de Seguridad Privada y Coronel del Ejército de Tierra (R)

“No conozco otra forma de defender mis fronteras que expandiéndolas” Catalina la Grande de Rusia

Las dos preguntas estratégicas por antonomasia que hay que formularse ante cualquier conflicto son: ¿Por qué? y ¿Por qué ahora?

El porqué del conflicto ruso-ucraniano

Desde tiempos de los zares, la defensa del vasto territorio ruso mediante la expansión de sus fronteras ha sido una constante en la política exterior rusa. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, estas ansias expansionistas se vieron limitadas por la creación de la OTAN (1949) después de que en 1946 “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, un telón de acero cayera sobre el continente”, en palabras del entonces líder de la oposición británica Winston Churchill. En respuesta, en 1955, los soviéticos pusieron en marcha el Pacto de Varsovia, que acabó desintegrándose en julio de 1992 tras la desaparición de la Unión Soviética a finales de 1991.

Sin embargo, la máxima geopolítica de la expansión, que rige los destinos de Rusia, sigue siendo válida. Con una extensión de 17 millones de Km2 –unas  34 veces la superficie de España–, Rusia es el país más grande del mundo, seguido por Canadá, China y EEUU que tienen algo más de la mitad de su superficie. Desde Kaliningrado hasta el estrecho de Bering abarca 162º de los 360º meridianos terrestres, casi la mitad del globo. Por ello Rusia siente que sus extensas fronteras –de 57.792 kilómetros– son difíciles de defender. Esta preocupación tradicional lo es en mayor medida frente a la más poderosa organización defensiva mundial, la OTAN. Vladimir Putin considera a la OTAN como la herramienta necesaria para la política defensiva estadounidense en Europa, y por consiguiente como su principal adversario estratégico, por eso no quiere a la OTAN en su vecindario próximo, ni que influyan sobre lo que considera su “extranjero próximo”, léase las ex repúblicas soviéticas que no han sido todavía abducidas por la organización transatlántica.

 

La otra obsesión estratégica que ha guiado los destinos de Rusia ha sido la posibilidad de acceso de su flota a mares calientes, libremente y a ser posible sin atravesar estrechos. Por eso han buscado mantener bases navales en el Mediterráneo, como la de Tartus en Siria –una de las razones por las que Rusia se involucró en ese conflicto–; o en el mar Negro, como la de Sebastopol en la península de Crimea. Y aunque desde esta última haya que atravesar los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos, Rusia nunca renunciará a su control. Para el Kremlin es un asunto de la máxima prioridad. Tan es así que para conectar el territorio ruso a Crimea, y por consiguiente a Sebastopol, Moscú construyó en poco más de tres años (de 2015 a 2018/19) un puente sobre el estrecho de Kerch, lo que además simboliza la unión de destinos entre Rusia y Crimea. Ni que decir tiene que el puente provocó el rechazo de la OTAN y de la UE, que vieron claramente el menoscabo de la soberanía ucraniana en el movimiento ruso.

Otro aspecto importante es la percepción de Putin sobre Ucrania. Para el presidente ruso, un hombre nacido y formado en la Unión Soviética, ex agente del KGB y que llegó a ser director de los actuales servicios de inteligencia rusos, el FSB (Servicio Federal de Seguridad), Rusia, Ucrania y Bielorrusia forman parte inseparable de la misma realidad nacional, donde se tiene la misma cultura y una gran mayoría habla el mismo idioma. Así lo expresó en un artículo publicado hace unos meses en el que manifestaba que rusos y ucranianos eran un solo pueblo, lamentando que los actuales líderes ucranianos se hayan embarcado en un proyecto anti ruso. Desde su punto de vista, Ucrania es un producto artificial de la época comunista, por lo que, como mínimo, debería ser neutral frente a Rusia y en ningún caso unirse a la OTAN.

En 2014 los separatistas pro rusos de las provincias de Donetsk y Lugansk, en la región del Donbás del este de Ucrania, declararon su independencia del país, lo que llevó a fuertes combates que deberían haber acabado con un alto el fuego tras los acuerdos de paz de Minsk de 2015, rebautizados como Minsk II tras el fracaso del primer intento de pacificación. Minsk y Minsk II fueron posibles gracias a los esfuerzos negociadores de los representantes del llamado Cuarteto de Normandía, compuesto por Ucrania, Rusia, Francia y Alemania. Desde Occidente se acusa a Moscú de haber respaldado la revuelta –mediante el empleo de infiltrados y tácticas de guerra híbrida–, mientras el Kremlin culpa a la OTAN y a EEUU de estar alimentando el conflicto con la entrega de armas y municiones al ejército ucraniano, que acaban siendo usadas contra la población pro rusa. Sin embargo, el cese de la lucha en la práctica ha sido inestable y se ha cobrado más de 14.000 vidas, viviendo un episodio grave de reactivación del conflicto en la primavera de 2021, cuando Rusia desplegó fuerzas en la frontera ucraniana, aunque finalmente las retiró. Esta herida en el Donbás, que no parece cerrarse sino más bien al contrario, constituye un permanente punto de desencuentro y es percibido por Moscú como un incumplimiento de los acuerdos de Minsk que perjudican a la minoría rusa del Este del país.

Pero la razón más importante, la que más ha pesado en el movimiento ruso, ha sido la posible incorporación de Ucrania a la OTAN. Por eso sus demandas se centran en ese punto, en exigir amplias garantías, de la OTAN o de EEUU, de que no se incorporará o que no habrá una estrecha colaboración de la Organización ni con Georgia ni con Ucrania. Otra de las exigencias es no desplegar tropas ni armas en los países que se unieron al bloque después de 1997, volviendo al estatus que había en esa fecha. La última demanda era la del compromiso conjunto (EEUU/Rusia) de no instalar misiles de corto y medio alcance y un mayor intercambio de información sobre ejercicios militares. Kiev ha estado incrementando sus esfuerzos diplomáticos desde primavera pasada para acelerar la incorporación a la Organización, lo que no ha pasado desapercibido en Moscú. Sin embargo, el proceso de ingreso no es automático y requiere un trámite que lleva meses, o años, además de cumplir con determinados requisitos. También es necesario que los 30 miembros actuales de la organización aprueben por consenso dicho ingreso. Por su parte la OTAN, tal como recoge el Art. 10 del Tratado del Atlántico Norte, puede invitar, por acuerdo unánime, a cualquier estado europeo a participar en la Organización. Como se ve, todavía quedaría un cierto recorrido hasta el eventual ingreso de Ucrania en la OTAN, necesitando la unanimidad de los actuales socios.

En cuanto a la segunda demanda, constituye probablemente la más difícil de cumplir, ya que supondría una vulnerabilidad de esos países frente a Rusia, pues precisamente el objeto de la OTAN es contener a Rusia. Además sería impensable que la OTAN expulsara a los países que se unieron a partir de 1997. En estos momentos existen fuerzas de la Alianza en presencia avanzada en Estonia, Letonia y Lituania, junto a la misión de Policía Aérea del Báltico. La tercera, la de desplegar misiles de corto y medio alcance, seguramente es la más fácil de conseguir dados los precedentes históricos en relación a las conversaciones sobre limitación y control de armamentos durante la guerra fría entre la URSS/Rusia y EEUU.

¿Por qué ahora?

Probablemente este sea un buen momento estratégico desde la perspectiva rusa. El presidente Putin ha percibido con nitidez el momento de debilidad norteamericano. Tras la retirada de las fuerzas estadounidenses y de la OTAN de Afganistán el prestigio y la cohesión de la Alianza pasan por un momento delicado. Por otra parte, la nueva asociación estratégica anglosajona para contener a China (AUKUS), ha puesto de manifiesto que Europa ha pasado a un segundo plano en las prioridades estratégicas de Washington, o al menos eso es lo que se ha trasladado al mundo. A esto hay que añadir que la sociedad estadounidense, tras las últimas elecciones presidenciales –finales de 2020– y el posterior asalto al Capitolio en Washington, está sufriendo la mayor polarización de su historia reciente, no vista muy probablemente desde la Guerra Civil norteamericana. Además la sintonía entre Pekín y Moscú pasa por un buen momento, lo que podría ayudar de cara a mantener una posición internacional coordinada, así como para acudir en apoyo mutuo en caso de presiones occidentales.

En 2020 se aprobaron por referéndum en Rusia varios cambios constitucionales, entre otros el que permitiría a Vladimir Putin  presentarse a las elecciones presidenciales por tercera vez, elecciones que deberían convocarse en 2024. La modificación constitucional y la ley de desarrollo posibilitarían a Putin la permanencia en el poder hasta 2036 (al ser mandatos de 6 años). Es verdad que su popularidad nunca ha sido un elemento que preocupe al actual presidente ruso, que en contadas ocasiones baja del 60%. Sin embargo a comienzos de 2021 el caso Navalny –líder opositor envenenado y encarcelado– redujo su aceptación hasta el 53%, el nivel más bajo del último año. Curiosamente los mayores índices de aprobación durante sus años en el poder se dieron durante las crisis de Georgia (2008) y la de Ucrania (2014) (ver gráfico), en las que alcanzó cotas superiores al 80%. También es cierto que todavía quedan dos años para las presidenciales, pero Rusia Unida, el partido oficialista, deberá revalidar sus escaños en la Duma el próximo mes de septiembre –elemento necesario para ejercer el control del país–, y en esas votaciones la popularidad de Putin es capital, no siendo en este momento los datos de Rusia Unida demasiado halagüeños.

VLADIMIR PUTIN’S APPROVAL RATING (Fuente: Statista.com)

Otro elemento central en esta crisis es la dependencia europea del gas ruso, estimada en un 40% –incluyendo al Reino Unido–. Hace tiempo que EEUU no ve con buenos ojos esta dependencia, seguramente por interés estratégico, pero también por el interés económico de sus propias compañías de hidrocarburos. En el caso de Alemania, que rechaza la energía nuclear, la dependencia del gas ruso se estima en torno al 40%, siendo esa dependencia prácticamente total en casos como Suecia, Finlandia o los países Bálticos.  Polonia, República Checa, Eslovaquia o Austria reciben más de la mitad del gas que consumen de Rusia. La red de gasoductos que suministran a Europa pasa sobre todo por Ucrania (ver gráfico), aunque también recorra Bielorrusia –firme aliado de Moscú– y los mares Báltico y Negro. En un intento por evitar territorio ucraniano, tensionado desde 2014, Rusia y Alemania –con el apoyo de las compañías energéticas de Francia, Austria y Holanda– pusieron en marcha la construcción de un nuevo gaseoducto, Nord Stream 2, para duplicar el existente Nord Stream y evitar atravesar Ucrania. Este movimiento dividió a la UE, siendo Polonia la que alzó la voz mientras buscaba en el gas natural licuado (GNL) norteamericano una alternativa al gas ruso, en caso de una posible falta de suministro.

Fuente: Gazprom

Así, desde 2018, se viene librando una batalla económica con trasfondo geopolítico en torno al suministro del gas, en la que se dirime la influencia de Rusia y EEUU sobre Europa, que es rehén de su dependencia energética. En este contexto la entrada de Ucrania en la OTAN, y por consiguiente en la esfera geoestratégica norteamericana, sería una pésima noticia para Moscú. En cualquier caso, la viabilidad de Nord Stream 2, ya construido y pendiente sólo de los permisos legales, va a depender de lo que suceda en Ucrania en los próximos días.

Finalmente habría que citar dos causas que, si bien por sí solas no habrían provocado la escalada, sí refuerzan los argumentos en cuanto al momento elegido para desatar este conflicto. La primera, ya de algún modo mencionada, es la progresiva e imparable pérdida de influencia rusa en Ucrania. Moscú ve que Kiev se le escapa de las manos y que el acercamiento a occidente, en especial en materia de suministro de armas –de países anglosajones como el Reino Unido, Canadá o Estados Unidos–, es cada vez más una realidad. La elección como presidente en mayo 2019 de Volodímir Zelenski, firme impulsor del ingreso de Ucrania en la UE y en la OTAN, ha supuesto la confirmación para el Kremlin de que el tiempo, lejos de apaciguar el problema, alejará cada vez más a Ucrania de su posible control, permitiendo que sea seducida por Occidente. La segunda causa, aunque parezca menor, es la de la expulsión en octubre de 2021 de ocho representantes rusos de la OTAN –en la que Rusia tenía misión diplomática desde 1994 como medida de mutua confianza–, acusados de espionaje. La respuesta rusa fue la suspensión inmediata de sus relaciones con la OTAN.

Conclusiones

El despliegue de fuerzas de cierta entidad en la frontera entre dos estados ha sido considerado desde hace siglos como un acto de hostilidad y un movimiento previo al desencadenamiento de una agresión, más aún cuando se trata de una fuerza de 100.000 efectivos. Con este hecho la tensión se sitúa en su último escalón, en el límite en el que las palabras van a ser sustituidas por los hechos, o sea reemplazadas por la fuerza. Sin embargo, todavía queda un resquicio de esperanza y un pequeño margen de maniobra para la diplomacia.

Un conflicto es, en el fondo, una lucha por imponer la propia voluntad sobre la del otro. En este caso se trata de la voluntad del presidente ruso frente a la del norteamericano, contando en menor medida la opinión de la OTAN y bastante menos la de Ucrania, a pesar de que la causa fundamental de la disputa sea la posible incorporación de Ucrania a la Organización Atlántica. Así, en las conversaciones que están teniendo lugar participan: Rusia, Ucrania, EEUU y la OTAN.

La posibilidad de conflicto, en opinión del presidente de EEUU y del Secretario General de la OTAN, es real. Yo también lo creo, aunque con matices. En mi opinión, el casi octogenario presidente Joe Biden dio demasiadas pistas al declarar que “una invasión a gran escala sería un desastre para Rusia”, para a continuación añadir que “si se trata de una incursión menor Occidente terminaría en desacuerdo sobre cómo proceder”, lo que provocó el lógico enfado del presidente ucraniano y la matización posterior del mismo presidente Biden. Ahora el mensaje estadounidense es que cualquier incursión supondrá una “respuesta rápida, severa y unida” de Washington y sus aliados. Demasiado tarde, como advertía siempre el General MacArthur. En el momento álgido de tensión cualquier error se paga caro. Mientras, desde la Casa Blanca se han apresurado a incrementar el envío de armas a Ucrania, dando a entender que la defensa de país es un asunto exclusivo de los ucranianos, al tiempo que moviliza 8.500 efectivos para posicionarlos en los países OTAN fronterizos con Rusia.

Y es que en este conflicto hay una clara línea divisoria entre países miembros de la OTAN y aquellos que no lo son, como es el caso de Ucrania. El Art. 5 del Tratado del Atlántico Norte, fundamento de la defensa colectiva, es el que establece que un ataque contra uno o más (aliados) en Europa o América del Norte será considerado un ataque contra todos, desencadenando una reacción conjunta. Pero Ucrania no goza de esa garantía. Cosa diferente es lo que en realidad se dirime en esta crisis, que es la influencia sobre una parte de Europa, en la que por cierto la UE fue excluida de la mesa de negociaciones casi desde el primer momento.

Europa depende del gas ruso, dependencia que no puede eliminarse de un plumazo. Esta es una realidad que conviene no perder de vista, a pesar de que la alternativa sea pasar a depender del suministro desde países del Golfo Pérsico gestionado por los norteamericanos, una solución que habría que ponderar muy bien y que seguramente no fuese tan automática como nos la presentan. Alemania y Rusia se han entendido bien estos últimos años y no parece descabellado pensar que sigan haciéndolo en un futuro inmediato. Berlín necesita el gas y Moscú venderlo. Forzar un cambio de proveedor tiene sus riesgos y perjudicaría más a Europa que a Rusia, que siempre puede reorientar su exportación de GNL hacia China, país también deficitario de energía. Por otra parte, la UE se siente desplazada de un conflicto en el que se dirime su futuro y se opone a que norteamericanos (o la OTAN) y Rusia decidan sobre ello, pero es lo que ocurre cuando se carece de la necesaria madurez estratégica, o como diría Mark Eyskens, cuando seguimos comportándonos como un “enano político y un gusano militar”. En todo caso, Rusia es consciente de que al final de la partida, salvo que se cometan excesivos desmanes, la Europa de los mercaderes acabará negociando.

En cuanto a la OTAN hay que decir que en cierto modo creó unas expectativas que a la postre no cumplió y que, muy probablemente, ya no pueda cumplir. En abril de 2008, tras la cumbre de Bucarest, se invitó a entrar en la OTAN a Ucrania y Georgia, dando casi por hecho su ingreso: “We agreed today that these countries will become members of NATO[1]. Sin embargo, EEUU no consiguió impulsar estos procesos – especialmente Ucrania incumplía los requisitos de ingreso– y a día de hoy parece poco probable que se alcanzase el consenso necesario entre los 30 miembros de pleno derecho. Paradójicamente el mismo mecanismo que otorga poder a la Organización, el consenso, es el que en este caso puede restarle la determinación necesaria, a pesar de las declaraciones de principios que estos días ha expresado su Secretario General. Curiosamente esta promesa, largamente incumplida, es la que ha hecho que Rusia vea como factible el ingreso algún día de estos países, incrementando su presión sobre los mismos y sembrando dudas en otros aliados, al mismo tiempo, respecto a la conveniencia y la capacidad real de la defensa de Ucrania en caso de conflicto con Rusia. Se podría decir que este ingreso fallido ha sido un verdadero antídoto contra el ingreso de estos países y que hará pensárselo dos veces a los socios europeos antes de dar de nuevo su aprobación. En cuanto a Rusia es evidente que, conociendo el mecanismo y formalidades para la adhesión a la OTAN, hará lo posible por evitar que Ucrania ingrese como miembro de pleno derecho.

Respecto a la desproporcionada escalada de tensión, y teniendo en cuenta el posicionamiento y declaraciones de los implicados en estos días podríamos contemplar tres posibles escenarios:

Una invasión a gran escala. Desde el punto de vista militar requiere de una gran potencia de choque y mantener el esfuerzo ofensivo al menos hasta el río Dnieper, primer obstáculo geográfico con el que se encontrarían las unidades acorazadas. La distancia entre la frontera rusa y el río oscila entre los 200 y los 350 Km, por lo que para esta ofensiva harían falta días y un importante apoyo logístico. La toma de la capital, Kiev, que se ubica al norte a orillas del Dnieper, requeriría de más efectivos y más tiempo. Además el mantenimiento de la ocupación demandaría un esfuerzo adicional muy importante. En consecuencia, no parece que sean esas las intenciones de Putin, que seguramente persigue una intervención corta, especialmente si tenemos en cuenta que un ataque de esta envergadura podría forzar, finalmente, la intervención de EEUU y otros aliados que, de lo contrario, no parecen nada dispuestos a desplegar fuerzas en Ucrania. El escenario de intervención norteamericana, altamente improbable salvo en caso de intento de ocupación total del país, llevaría a la confrontación de las dos superpotencias nucleares que, durante más de cuatro décadas de Guerra Fría, han intentado por todos los medios evitar, ya que la escalada convencional podría acabar derivando en una escalada nuclear, algo a lo que ninguno de los dos estaría dispuesto a llegar.

Una incursión limitada. Las fuerzas rusas, vistas las declaraciones del presidente Biden y haciendo uso de tácticas de guerra híbrida, podrían buscar una excusa para acudir en defensa de sus minorías  del Donbás. Eso daría pie a establecer un cordón de seguridad en esas regiones, pudiendo llegar a mantener ciertas fuerzas de forma permanente hasta que se cumplan determinadas garantías de seguridad para las minorías rusas. Se trataría de una incursión rápida y muy potente, de forma que en menos de una semana estuviera concluida. Esta opción es mucho más probable que la anterior, aunque supondría tener que hacer frente a importantes sanciones económicas y de otro tipo que, tanto EEUU como otros países occidentales, puedan imponer. En mi opinión este sería el plan B de Putin en caso de que fracasara la opción siguiente.

Mantener la amenaza constante o de forma intermitente. Oficialmente las fuerzas rusas están en la zona con el pretexto de realizar ejercicios con el ejército bielorruso. La mera presencia de estas fuerzas está provocando importantes reacciones y desunión entre los aliados, además de un constatable abandono de Ucrania a su suerte llegado el momento de la verdad. Si la verdadera intención de Putin fuera presionar a los países de la OTAN y también a Ucrania, pero no invadir, se podría decir que parte del objetivo está cumplido. Como se ha comentado, Putin es más partidario de intervenciones rápidas, como ha demostrado en ocasiones anteriores. En este último escenario sería la propia presión la que llevaría a acercar las posturas que hoy parecen irreconciliables.

En definitiva, Ucrania es para Rusia una línea roja, no para EEUU, que sitúa su línea roja en la frontera de los países OTAN. Desgraciadamente para Kiev en este momento se encuentra en tierra de nadie, o mejor dicho, en una zona del espacio post soviético todavía bajo la influencia de Moscú, que tras los “salvajes años 90” ha conseguido recuperar el tono y se atreve a reclamar lo que entiende debe ser su esfera de influencia.

En todo caso hay que concluir diciendo que el verdadero problema de fondo de la crisis de Ucrania es la puesta en cuestión de la estructura de seguridad en Europa. Rusia ha hablado de un “momento de la verdad” de su relación con la OTAN. Veremos cómo termina esta escalada de tensión que, en ocasiones, atrapa a sus propios actores en una mecánica que en realidad no pretendían.

post scríptum

A la hora de finalizar esta reflexión, EEUU ha entregado ya a Rusia la respuesta a sus preguntas en la que, “en coordinación con los aliados”, “propone medidas para aumentar la transparencia y el desarme”, pero sin aceptar las exigencias de evitar la expansión de la OTAN hacia el Este ni la de volver al estatus de 1997. La respuesta era previsible. EEUU no puede abiertamente romper las bases de la Alianza a menos que su intención sea precisamente esa. Cosa distinta es que, como sucedió en la Crisis de los Misiles de Cuba, en octubre de 1962, acaben llegando a un pacto secreto que con el tiempo terminaremos conociendo, como ya pasó en dicha crisis. En este caso el pacto pasaría por diferir la entrada de Ucrania en la OTAN hasta la frustración –algo similar a lo que ocurrió con el ingreso de Turquía en la UE–, aunque sin reconocerlo formalmente. Además habría que garantizar un estatus especial para Crimea y el Donbás, ya acordado en Minsk II, lo que requeriría un cambio constitucional que podría lograrse mientras se “estudia” la incorporación ucraniana en la OTAN, incorporación que no se haría realidad. Así, el presidente Biden puede anunciar que los principios de la OTAN quedan intactos evitando la invasión de Ucrania, a cambio de ceder en la cuestión de Crimea que Putin podría presentar como su triunfo en esta crisis. Ese podría ser el acuerdo.

 

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[1] Bucharest Summit Declaration (parrafo 23) https://www.nato.int/cps/en/natolive/official_texts_8443.htm

* Fernando Fuster van Bendegem.Ha desempeñado responsabilidades de mando y dirección desde el empleo de Teniente (1986) hasta el de Coronel, de 2013 y hasta julio de 2020, incluyendo la jefatura del Grupo de Artillería Antiaérea de Misiles Hawk-Patriot I/74 y del Regimiento de Artillería Antiaérea nº 72. Diplomado de Estado Mayor, ha dedicado buena parte de su vida profesional a puestos de planeamiento, estudio, análisis y asesoramiento, destacando el de Consejero Técnico en el Gabinete del Jefe de Estado Mayor de la Defensa (JEMAD) y el de Jefe del Área de Análisis Geopolítico en la Secretaría General de Política de Defensa (SEGENPOL). A nivel internacional, ha representado a España en reuniones, cursos y destinos internacionales (Misiles Hawk e  Inteligencia Estratégica en EE.UU., EUROFOR en Italia), participando también en misiones de mantenimiento de la paz –Bosnia, Kosovo y Afganistán– y realizando funciones de diplomacia de defensa desde nuestras embajadas en El Cairo y Ammán, como Agregado de Defensa. En la actualidad está en la situación de Reserva y dedicado al ámbito de la seguridad privada, en calidad de Director, así como al análisis geopolítico, en especial el relacionado con los conflictos.

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