Post escrito en colaboración por José María Fuster Van Bendegem y José Pablo Tobar
Modelos Democráticos
Si observamos cuidadosamente nuestras democracias occidentales, podemos constatar que los países que calificamos como democráticos tienen cada uno, en la práctica, un sistema distinto, generalmente consecuencia de la implantación de modelos ideales combinados con su propia historia e idiosincrasia.
Ello se debe a que la Democracia es un concepto complejo que, a la hora de concretarse en la práctica cotidiana de una comunidad, se construye a partir de la interacción entre una serie de enunciados teóricos (principios democráticos), la realidad sociopolítica de las comunidades concretas y la interpretación particular que ellas realizan de los principios teóricos.
De este hecho surgen las diferencias que observamos en los sistemas políticos concretos. Por ejemplo, aunque reconocemos como democráticos los sistemas políticos presentes en Alemania, Francia o EE.UU. somos perfectamente conscientes de la existencia de significativas diferencias entre ellos; estas diferencias hacen que ciertas políticas que son centrales en alguno de estos países, no puedan existir o sean periférica en los otros.
Recuperando una idea de David Held, brillante politólogo británico fallecido en 2019, podemos afirmar que en la práctica social existen diferentes “Modelos de Democracia” que suelen tener una correspondencia con las distintas manifestaciones concretas que adquiere el concepto Democracia en contextos sociales y políticos específicos.
Ahora bien, y siempre teniendo como horizonte de reflexión Occidente, pese a las diferencias entre los sistemas concretos, todos coincidimos en reconocer que un sistema político dado es democrático. Surge de manera natural la pregunta: ¿qué nos permite hacer esa equivalencia?
Fundamentos conceptuales de los sistemas democráticos occidentales
En todos los casos, partimos de dos principios que constituyen el fundamento teórico de esos sistemas a los que denominamos democrático. El primero de ellos, es la existencia de un sujeto político autónomo y libre (que podemos llamar ciudadano), que tiene la capacidad de tomar decisiones políticas de forma racional, a partir de una serie de intereses propios. Este sujeto no se encuentra aislado en el mundo, sino que convive con otros sujetos que tienen las mismas condiciones y con los que interactúa.
El segundo supuesto que comparten las democracias occidentales es que para construir una comunidad (el espacio en el que interactúan este tipo de sujetos), es necesario un Contrato Social. Es decir, un acuerdo entre los sujetos políticos donde se renuncia a parte de la libertad a cambio de toda la serie de ventajas que supone el vivir en comunidad.
Ahora bien, observando atentamente los países que reconocemos como democráticos y haciendo abstracción de la forma en que construyen su forma de convivencia propia, partiendo de los dos supuestos anteriores, podemos percibir dos estructuras filosóficas distintas que hacen posible clasificar sus distintos modelos democráticos en dos grandes bloques, que pasaremos a explicar posteriormente: el Modelo Anglosajón y Modelo Europeo Continental.
Modelo Anglosajón o la Democracia Defensiva
El modelo anglosajón considera que el Contrato Social es un mecanismo para defender al Sujeto Político (el individuo), de una serie de amenazas a las que se enfrenta en la situación teórica previa al surgimiento de la sociedad (denominada “Estado de Naturaleza”).
El Estado de Naturaleza es una situación en la que el individuo se encuentra completamente a merced de una serie de fuerzas externas a él, que es incapaz de controlar y que pueden atentar contra sus intereses e, incluso, contra su integridad física. Donde mejor podemos apreciar esta condición amenazante es en la visión hobbesiana del Estado de Naturaleza y en su concepción sobre la naturaleza humana; resumida en su conocida expresión “Homo homini lupus” (El hombre es un lobo para el hombre).
Para Hobbes (1588- 1679), los hombres en Estado de Naturaleza tienden a la anarquía, lo que los lleva inevitablemente al enfrentamiento, que puede llegar a la “bellum omnia contra omnes”. La guerra de todos contra todos sólo se puede evitar con una constitución que articule el Contrato Social; en esa constitución se delega a un Estado omnipotente, representado mediante la metáfora del Leviatán, todo el poder necesario para mantener el orden.
En el marco del Contrato Social hobbesiano, los hombres transfieren al Estado todas sus libertades y derechos. El Leviatán se convierte en la única voluntad absoluta que existe dentro de la comunidad, estando dotado de la legitimidad (el reconocimiento colectivo) para tomar todas las decisiones convenientes para mantener la paz dentro del grupo y controlando todos los medios de coerción para conseguir que esas decisiones sean obedecidas.
En el ejercicio de sus funciones, el Leviatán también tiene la potestad para retornar a los individuos algunos derechos y libertades, siempre que lo estime conveniente para cumplir con su función política primordial; estableciendo ámbitos que se encuentren fuera de su control directo. Surgiendo lo que se ha dado a llamar “ámbito privado” o “esfera privada”, espacio en el que los súbditos del Leviatán gozan de una plena libertad.
Ahora bien, en el pensamiento de Hobbes, la libertad de la que se dispone en la vida privada no es absoluta; aparece por una voluntad discrecional del Leviatán, que puede ser revocada cuando él lo estime oportuno y sin tener que rendir cuentas a nadie. Siendo precisamente este hecho el que atrajo la atención del otro autor fundamental del Modelo Anglosajón: John Locke (1632-1704).
Al igual que Hobbes, Locke considera que el ser humano debe salir del Estado de Naturaleza para evitar quedar atrapado en un conflicto. Este tránsito también se hace a través de un Contrato Social en el que los hombres le transfieren parte de sus derechos y libertades a un tercero, el Estado.
Ahora bien, una vez que hemos salido del Estado de Naturaleza aparece una nueva amenaza: el poder que tiene el Estado. Debido a que le hemos transferido todos nuestros derechos y libertades, el Leviatán hobbesiano se convierte en el agente más poderoso dentro de la comunidad; si decide actuar contra los intereses de los individuos no existe ninguna otra instancia que se le pueda oponer.
Desde una óptica lockeana, no es razonable que nos pongamos de acuerdo para escapar de una amenaza y decidamos meternos en otra. Para él, el Contrato Social debe conducirnos a un escenario en el que realmente los hombres se encuentren libres de amenazas, para su integridad y para el ejercicio de sus libertades. Por ello, plantea una serie de diferencias frente al contrato hobbesiano.
Primero, no transferimos la totalidad de nuestros derechos y libertades, solo le transferimos al Estado la potestad de solucionar conflictos entre los hombres y le permitimos contar con los medios para desempeñar adecuadamente esta función. Segundo, se garantiza la existencia de un ámbito de libertades privadas de cada sujeto en el que al Estado no le es posible intervenir, salvo que desde esta esfera se esté generando un conflicto que atente contra la libertad de otros sujetos. Tercero, el Estado pierde su capacidad discrecional de actuar con respecto a los individuos, todas sus decisiones deben estar orientadas a solucionar los conflictos entre los hombres.
Con estas limitaciones, Locke espera garantizar que los hombres, el agente más débil dentro de la comunidad, posean elementos defensivos para hacer frente a la arbitrariedad del Estado y sus instituciones.
Resumiendo, en este modelo se parte de la esencial corrupción del ser humano (presente también en las instituciones que él construye, como el Estado), y se hace especial énfasis en los principios de división de poderes y de un modelo esencialmente pragmático de “check and balances” que se van ajustando en función del propio desarrollo social. Una de las consecuencias de esta filosofía es el derecho anglosajón, donde la jurisprudencia creada por los jueces tiene un papel preponderante, y todo lo no regulado se puede experimentar.
Modelo Europeo Continental o Democracia Integradora
El modelo continental se basa en una perspectiva más “roussoniana” del ser humano. Rousseau (1712-1778) tiene una visión menos negativa del ser humano. Su teoría tiene como punto de partida que el hombre primigenio, habitante del Estado de Naturaleza, no es una amenaza por si mismo, se caracteriza por tener dos sentimientos básicos: el amor de sí, que es una especie de instinto de autocuidado y autoprotección, y la piedad, entendida como el rechazo al sufrimiento ajeno.
Pero el ser humano no puede vivir completamente aislado, necesita de la interacción con los otros hombres para su desarrollo, por lo que le resulta necesario abandonar ese estado primigenio y empezar a formar parte de agrupaciones. En el marco de estas comunidades los hombres experimentan nuevas necesidades y sentimientos que no estaban presentes en el Estado de Naturaleza, como la desconfianza, el deseo de riqueza y la enemistad. Reflexión que ha quedado recogida en la famosa sentencia, “el hombre es bueno por naturaleza, pero se corrompe cuando vive en sociedad”.
Debido a que no existen amenazas en el Estado de Naturaleza, el transito hacia el Contrato Social y la vida en sociedad se realiza de manera libre y voluntaria. Para los seres humanos, vivir en comunidad les reporta una serie de beneficios que no pueden obtener viviendo de manera aislada.
Desde esta óptica, el Contrato Social es una aceptación de reglas que se delegan en el estado, reglas que buscan crear un Estado de Naturaleza dentro de la sociedad. En otras palabras, se trata de reconstruir mediante un sistema de reglas aceptado por todos los integrantes de la comunidad, una situación que sea lo más parecida posible a la situación primigenia. Lo que en la práctica, significa evitar o gestionar los problemas que surgen al abandonar la situación primigenia y disfrutar de las ventajas que este hecho reporta a los hombres.
La sociedad no se construye a partir de la suma de los derechos y libertades que transfiramos al Estado, como en los autores que hemos visto anteriormente, sino a partir de la suma de todas nuestras voluntades.
La comunidad somos todos, porque de manera libre y voluntaria hemos decidido formar parte de ella y acatar las reglas que rigen la convivencia a su interior. El Estado, es entendido como una herramienta de gestión y organización que se encuentra al servicio de la Sociedad, que se convierte en una especie de “Voluntad General” que subsume a todas las voluntades individuales.
De ahí, que esta teoría dé origen a un modelo democrático preocupado por generar un marco general en el que estén contenidos todos los miembros de la comunidad. Aquí no se habla de sujetos particulares, sino de sujetos colectivos representados en conceptos como los de “Ciudadanía”, “Pueblo”, “Sociedad Civil”, etc.
Esta visión, combinada con la idea hegeliana del Estado absoluto como encarnación del espíritu universal, ha producido la idea de que el Estado es lo bueno, dando lugar al concepto de Teología Política de Carl Schmitt, tan del agrado de nuestra izquierda. Las reglas que promulga el Estado buscan siempre el bien de la comunidad, comunidad que debe luchar contra la permanente tentación de corrupción de sus miembros por estar alejada del estado natural. El derecho continental busca regularlo todo, de manera que se hace problemático experimentar en ámbitos no regulados; el espacio para la jurisprudencia es mucho menor en los derechos continentales. Este modelo, sin embargo, ha producido el monstruo del totalitarismo, con ejemplos terribles como el nazismo y el comunismo soviético, contra el que no está vacunado.
España y el dilema de la construcción democrática
Teniendo en cuenta esta distinción, ¿en qué situación nos encontramos en España?
La falta de tradición democrática (apenas 40 años reales, pues nuestras experiencias republicanas no se pueden calificar así), así como la necesidad de entrar en el club de los países líderes de occidente, nos ha llevado a un modelo híbrido, donde se enfrentan las dos perspectivas anteriores, junto con un arraigado anarquismo social, que se siente cómodo con la guerra de todos contra todos que supone.
En nuestra situación actual, se hace necesario un nuevo contrato social. Pero ese contrato social no se puede armar precipitadamente, construyéndolo desde una de las perspectivas anteriores, ignorando a grandes sectores de nuestra sociedad, pues eso sería reproducir los esquemas guerra-civilistas que a nada conducen. Lo que se requiere es un debate sincero y sereno, suficientemente amplio e inclusivo, que permita construir algo nuevo. Podemos hacer de los problemas virtud, y sacar lecciones de nuestra experiencia reciente para tratar de construir una síntesis entre el modelo anglosajón y el continental, que además incorpore elementos de nuestra propia idiosincrasia. Pero esa síntesis no se va a producir por imposición desde alguna de las partes; además, se requiere reconstruir una conciencia cívica que permita superar el extendido anarquismo social, anarquismo que está profundamente anclado en nuestra historia y que es producto del constante y reiterado abuso de nuestras élites políticas.
En resumen, la prioridad sería crear un foro suficientemente amplio para formular un nuevo contrato social, partiendo del reconocimiento y aceptación del actual como punto de partida. El debate debe buscar principios compartidos que marquen un norte común, y debe hacerse sin ánimo de poder, es decir, debe evitar toda lógica de ventaja política a corto plazo.
Si la situación de España en la actualidad, es la de tener un sistema democrático híbrido, cual será entonces la situación de los países latinoamericanos? Donde observamos que no hay modelos ni sistemas democráticos definidos.
Un abrazo y saludos.
Una interesante pregunta Luís Eduardo. En líneas generales, los países latinoamericanos tienen sistemas que se autodefinen como democráticos desde el punto de vista forma u operacional, reivindicando el hecho de celebrar periódicamente las citas electorales. Se piensa que si se cumple con el calendario electoral y los requisitos formales establecidos para ello la democracia funcionaría adecuadamente.
El funcionamiento real nos demuestra que para el buen funcionamiento de la democracia se necesita mucho más que una correcta aplicación de los procedimientos, hay otros elementos que es necesario incorporar: principios, valores, etc. Un mensaje que, en cierta medida, podíamos apreciar en el fondo de las protestas sociales que hubo en dichos lugares a finales del año pasado.