En el siglo XX, el giro lingüístico de la filosofía puso el lenguaje en el centro del panorama filosófico; el lenguaje se convirtió en el foco fundamental de estudio de los filósofos: todos los problemas de la filosofía se convirtieron en problemas de lenguaje.
Richard Rorty, el célebre neopragmatista americano, partió del giro lingüístico y lo desarrolló hasta sus consecuencias más radicales. En efecto, partiendo de la premisa establecida por los filósofos del lenguaje de que la verdad está en las proposiciones, acabó por afirmar que “la verdad es algo que se construye en lugar de algo que se halla”. Una implicación revolucionaria de su pensamiento es la negación de toda esencia, es decir, un “antiesencialismo” radical.
No cabe duda de que, estemos o no de acuerdo con Rorty, la influencia de su pensamiento en la actualidad es enorme, influencia que en parte es debida a la adopción de muchas de sus tesis por los intelectuales americanos que influyen en el Partido Demócrata.
Así que, paseando por Madrid durante las agradables mañanas del fin de la primavera y comienzo del verano, no he podido evitar pensar en esta cuestión.
Y, aunque es verdad que Madrid está lleno de detalles hermosos que sólo descubrimos cuando no tenemos prisa, ha habido un tema que ha fijado mi atención, y es la cantidad de árboles que se encuentran en sus calles
Un día tras otro, he prestado atención a los árboles, y me ha venido a la mente la frase de Rorty. ¿Hemos construido nosotros la verdad de los árboles que veo?,o ¿ los árboles tienen una esencia cuya verdad, ajena al lenguaje, se me impone?
Si aceptamos la primera afirmación, la idea de árbol es una construcción social que, después de siglos de maduración se ha convertido en autoevidente. Ahora bien, haciendo un experimento mental (de esos que son tan del agrado de los físicos cuánticos), imagino estar con distintas personas de otras culturas, encogiéndome de hombros con un ademán interrogativo mientras señalo a un árbol. El francés del experimento me diría “arbre”, el inglés “tree”, el alemán “Baum”, el árabe “shajara”, el punjabí “Rukha”, el coreano “namu” y el japonés “Ki”.
¿Cómo es posible que en todas las culturas haya una palabra unívoca para señalar la idea de árbol?
Si nos retrotraemos a la filosofía aristotélica, la verdad no estaría en las proposiciones, sino en el árbol mismo que se nos muestra. El árbol es un ente real con materia y forma, y es la forma del árbol (su idea) la que aprehendemos. Todas las personas de las distintas culturas aprehenderían entonces la misma forma del árbol, aunque la nombren con palabras distintas. La idea del árbol, su forma, es consustancial con la materia del árbol y está en el árbol mismo, no es algo que ponemos nosotros (y por tanto, construimos). Lo que sí construimos, sin embargo, es el lenguaje con el que señalamos el árbol, como lo prueba la diversidad de palabras que señalaban a la misma idea de árbol en nuestro experimento mental.
Sin embargo, al seguir paseando y conociendo más a los árboles, caí en la cuenta de que hay muchas especies de árbol por las calles de Madrid, desde las robinias o pseudo acacias, pasando por los castaños de indias, los plátanos hispánicos o las catalpas, los cipreses, e incluso, robles. Cada día he disfrutado identificando nuevas especies de árbol, incluso he podido ver ejemplares del que se considera la especie de árbol viviente más antigua, el Ginko Biloba.
Pero entonces, desde que he aprendido a distinguirlo, si miro un roble, se me impone la idea de roble, no la de árbol……mi propio conocimiento, que he adquirido en estos días ha modificado la idea que aprehendo. ¿No es eso, entonces, una construcción?
Cuando veo un roble, la idea que se me impone no es la de árbol, sino la de roble, pero repitiendo mi experimento mental, me encuentro dos grupos de respuestas: los que identifican, en su idioma, un roble (por ejemplo, el inglés, “oak”, el alemán “Eiche”, el árabe “bilut” y el coreano “okeu”) y los que lo identifican con un árbol (francés “arbre”, punjabi “Rukha”, japonés “Ki”). ¡Mi experimento mental ha cambiado al modificarse mi propio conocimiento!…además, el experimento mental abre la puerta a múltiples combinaciones, ya no nos encontramos con una respuesta unívoca en todos los idiomas, sino que el propio conocimiento del interlocutor, sin que aun medien cuestiones culturales o de contexto social, hace variable su posible respuesta. Si hiciéramos además la consideración de que hay varias especies y subespecies de robles, la cuestión se complica aún más.
El sistema aristotélico nos da una cierta respuesta a esta dificultad, al introducir los conceptos de género y especie. El género constituye la idea más general, en nuestro caso, árbol, y la especie, la más particular, antes de llegar al individuo concreto, en nuestro caso, “roble”. Además, el sistema permite una jerarquía de múltiples niveles de géneros, por ejemplo, “planta” es más general que “árbol”. En cuanto a la especie, es la idea más particular, pero al igual que el género es flexible, la especie se puede convertir en un género que incluye niveles más detallados de especies, antes de llegar al individuo. Así, en la especie roble, podemos distinguir la especie “roble blanco” (Quercus alba), o la especie “roble carballo o común”(Quercus robur), y así más de 50 especies del género “Quercus”.
La ambigüedad de los conceptos de género y especie no nos lleva a una regresión al infinito, porque están limitados por los conceptos de individuo (el más particular) y ser (el más general, que en sí mismo no constituye un género). Sin embargo, el sistema aristotélico nos deja con mal sabor de boca: cuando vemos un ente, compuesto de materia y forma, resulta difícil establecer su forma y, desde luego, nuestro intelecto participa en la identificación de la forma, pues, como hemos visto, nuestro conocimiento modifica nuestra percepción. Esto abre la puerta a los planteamientos radicales de Rorty, pues como la cultura y los usos sociales determinan nuestro conocimiento, al final, no es tan descabellado su conclusión de que éste es construido.
Ahora, al mal sabor de boca anterior con Aristóteles, se añade la extrañeza que supone aceptar las conclusiones de Rorty…¿cómo podemos salir de esta incómoda situación?
Sin duda, superando el realismo ingenuo implícito en el aristotelismo, pero tratando de no abandonar el realismo. Esta es una de las cuestiones más complejas de la filosofía, hasta el extremo de que Karl Popper, el célebre filósofo de la ciencia, afirmó que no es posible refutar el idealismo, pero que el realismo es, sin duda cierto, lo que constituye una petición de principio.
En mi opinión, el planteamiento más interesante es que hizo el franciscano Duns Scotto, el Doctor Sutil, uno de los escolásticos más brillantes, que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV.
Para algunos , Duns Scoto es un precursor de Descartes, que como es bien conocido dio entrada al sujeto en la filosofía con su dualismo basado en el “Cogito, ergo sum”, lo que constituye sin duda la condición de posibilidad de toda la filosofía idealista hasta nuestros días. Por esta razón, muchos neo-escolásticos, que se anclan en los planteamientos de Santo Tomás de Aquino, abjuran de los planteamientos escotistas por considerarlos una forma de idealismo.
Sin embargo, el doctor sutil partía de que las cosas individuales son reales, y que nuestro intelecto es capaz de captar no la forma que articula la materia según Aristóteles, sino múltiples formalidades que están en la cosa misma y que nuestra inteligencia puede distinguir. Es su célebre “distinctio formalis ex natura rei”, distinción de las formalidades que están en la naturaleza de la cosa. En nuestro ejemplo, podemos inteligir la formalidad de árbol, pero también la de roble en general, o la de roble blanco; aunque la capacidad de distinción está en el intelecto, la formalidad que distingue el intelecto está en la naturaleza del roble.
Habrá que seguir paseando y pensando sobre los árboles de Madrid, que además de interés intelectual, también son capaces de movilizar sentidos estéticos y la emoción de pertenecer a esta gran ciudad que me ha acogido.