Los límites del materialismo

Finalizamos la entrega anterior de esta serie describiendo el giro teórico hacia el materialismo, realizado por el pensamiento social y político marxista en las décadas finales del siglo XIX. Punto de inflexión en su esfuerzo por “superar” la filosofía hegeliana y cumplir con esa misión planteada por el mismo Marx en la 11.ª Tesis sobre Feuerbach:

Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversos modos; lo que importa es transformarlo

Esta idea se concretó en el programa teórico y de acción política del Partido Comunista. Movimiento político-teórico que, durante las décadas posteriores a la muerte de Marx, desarrolló un corpus teórico. Este se convirtió en referencia obligada para los intelectuales y pensadores que se adscribían a esta corriente, así como a los activistas y líderes políticos comprometidos con la implantación de dicho proyecto en la realidad. Dando lugar a lo que se denominó históricamente marxismo ortodoxo.

El elemento central de esta posición, el que permitía la articulación de todas las ideas que incluía el planteamiento y facilitaba su aproximación a la realidad social, era su concepción robusta del materialismo.   Hipótesis que podían resumirse de la siguiente manera:

Todos los procesos que ocurren en la sociedad están dictados por la interacción entre elementos materiales y objetivos (para Marx este era el ámbito de la estructura o la base económica de la sociedad). A partir de aquí surge, de forma derivada, el principio rector de la teoría de la acción social y política marxista, según el cual, si estaban dadas las condiciones materiales u objetivas para que se diera un proceso social determinado, este se produciría de forma inevitable

De esta manera, los pensadores marxistas reemplazaron la teleología hegeliana, basada en el camino de autoconocimiento del Espíritu (Geist), por una basada en la interacción mecánica entre elementos materiales. Pese a las diferencias existentes entre ambas posturas, coincidían en sostener que la evolución de la realidad estaba determinada de antemano por una serie de reglas que se podían conocer de manera racional y que no podían ser alteradas. Al finalizar, todo el proceso debería llegar a ese resultado preestablecido de antemano, bien fuera de forma intencionada o no.

De esta manera, asumiendo como principio teórico fundamental el materialismo. Los teóricos marxistas dieron lugar a un determinismo histórico radical, que si bien tuvo algunas matizaciones en la práctica política (de lo que también se habló en la entrada anterior), no resultan relevantes para la reflexión que vamos a desarrollar a continuación.

Un escenario que estos teóricos ortodoxos no se planteaban era lo que ocurría en el caso de que estuvieran efectivamente dadas las condiciones materiales para que se diera un fenómeno y, sin embargo, este no se produjera. ¿Podía darse esta situación?, ¿cómo afectaba la coherencia teórica del planteamiento marxista ortodoxo?

Como se ha dicho antes, estas cuestiones no eran tomadas en serio por los teóricos ortodoxos del marxismo. Porque los análisis históricos que ellos estaban desarrollando en aquella época parecían confirmar que la evolución efectiva de las dinámicas sociales se correspondía con lo expuesto por el materialismo histórico. Así que, en general podían considerar que la realidad confirmaba sus hipótesis. Hasta que llegó el crac de 1929.

El crac del 29 y los límites del materialismo

El crac de 1929 fue un claro contraejemplo de este determinismo materialista y ayudó a demostrar la falibilidad del materialismo histórico. Este acontecimiento histórico puso de manifiesto que la historia no se desarrollaba siguiendo la teleología materialista y que no se podía predecir, con total certeza, su desarrollo posterior.

Sin pretender hacer una descripción exhaustiva de este fenómeno, lo que supera los objetivos de la presente reflexión, nos centraremos en explicar los motivos para que a partir de él surgiera una crisis dentro del pensamiento marxista.

Para eso tenemos que recordar lo que había dicho Marx respecto a la evolución del sistema económico capitalista. Para él, todo sistema de producción, incluido el capitalismo, tiene en sí mismo el principio de su destrucción. Porque, a medida que se consolida y alcanza estadios superiores de su desarrollo, van surgiendo los elementos que ponen en marcha los procesos que conducirán a su superación, en términos hegelianos.

Por ejemplo, como afirman Marx y Engels en el Manifiesto del partido comunista, el sistema de producción capitalista crea y consolida la burguesía, la clase social que ostenta la propiedad de los medios de producción, a la vez que el proletariado, la clase social que no tiene propiedades y, por tanto, se ve obligada a vender su fuerza de trabajo.

A medida que la lógica de funcionamiento del sistema económico capitalista mejora y perfecciona la forma de producir riqueza, también crea las condiciones para el enfrentamiento entre ambas clases sociales y, al final de todo este proceso, el proletariado se alzará, en el marco de un proceso revolucionario, para hacerse con el control de los medios de producción y dar origen a un nuevo sistema económico.

Aunque Marx había muerto décadas antes, todavía en 1929 sus herederos teóricos seguían tomando este principio como base. Para ellos fue un verdadero shock intelectual que aquella crisis del sistema capitalista, que parecía obedecer a la dinámica de desarrollo planteada por Marx tiempo atrás, no dio origen a la desaparición de este sistema económico y, tal vez lo que podía resultar más chocante, que el papel del proletariado como clase social y sus representantes políticos (los partidos comunistas) había sido meramente anecdótico e incluso inexistente.

Téngase en cuenta que la teoría marxista ortodoxa planteaba que esta crisis debía surgir en el punto más avanzado del desarrollo capitalista, que en aquel momento era la bolsa de Nueva York, como fruto de su mayor nivel de desarrollo posible. El capitalismo financiero de aquella época evidentemente era más eficaz en la producción de riqueza que el capitalismo industrial del que fue testigo Marx en la Inglaterra de su tiempo, a partir de sus contradicciones (problemáticas) internas, como efectivamente ocurrió en 1929. Siendo estas las condiciones objetivas (materiales) que debían dar lugar al paso del capitalismo hacia otro sistema económico.

Pero este tránsito no se produjo. Por el contrario, el capitalismo terminó sobreviviendo a esta crisis y resurgió con renovados bríos en décadas posteriores.

Ante esta crisis del modelo teórico, la ortodoxia marxista optó por replegarse a sus fundamentos originales y buscar a partir de ellos explicaciones que pudieran justificar esta situación. Pero también hubo un grupo de intelectuales que comenzaron a plantearse la conveniencia de relativizar el papel que tiene el materialismo en su teoría.

A partir de estas ideas surgió una línea de pensamiento marxista heterodoxa, cuya principal característica fue el abandono del materialismo como elemento central dentro de la teoría. Ahora bien, ¿qué otros factores además del materialismo podían influir en la dinámica social?

Teoría de la cultura y psicoanálisi

Es aquí donde aparece un planteamiento que estaba ganando protagonismo en aquel momento, formulado por un médico austriaco llamado Sigmund Freud. Quien en el año 1930 publicó un breve ensayo titulado El malestar en la cultura que despertó el interés de algunos intelectuales del marxismo heterodoxo.

Freud (1856-1939) se hizo muy conocido entre finales del siglo XIX y principios del XX por haber creado el psicoanálisis. Este era un tratamiento innovador, con el que se esperaba solucionar una serie de problemáticas que aquejaban al paciente, mediante el conocimiento de su psique profunda y la exploración de aquellos elementos que el cerebro no permitía que se evocaran de manera consciente (condicionantes, miedos, temores, traumas).

Para Freud, la mente humana estaba dividida en dos esferas. Lo consciente, aquello que conocemos, nuestro razonamiento y todo lo que usamos de manera intencionada en nuestro comportamiento habitual.  Y lo inconsciente, que es todo lo demás, de cuya existencia no tenemos noticias y nos resulta imposible controlar de manera racional.

Como mecanismo de defensa ante los problemas de la vida real, según este planteamiento, el cerebro humano enviaba (guardaba) en la parte inconsciente ciertos elementos que podían alterar o evitar nuestra capacidad para convivir con aquella realidad.  Pero, consideraba Freud, como estos elementos no desaparecían, podían llegar a influir de maneras sutiles en nuestro comportamiento, generando problemas.

El psicoanálisis, consideraba Freud, era una especie de “arqueología” llevada a cabo en la parte inconsciente de la mente que, mediante varias técnicas terapéuticas, permitía al paciente conocer cuáles eran esos elementos “ocultos” en su mente que estaban alterando su comportamiento y esperaba que, a partir de este conocimiento, avanzara en la solución de tales problemas.

No pretendemos exponer en profundidad la teoría de Freud, sino destacar que, en el marco de su reflexión, llegó a considerar que el mismo enfoque, ideas y principios que usaba en las terapias con pacientes resultaba igual de eficaz a la hora de comprender problemáticas sociales. De tal manera que podría llegar a desarrollarse un cierto tipo de psicoanálisis de la sociedad. Denominó a esta parte de su reflexión teoría de la cultura.

Freud comienza su reflexión estableciendo que las sociedades surgen de un antagonismo irreconciliable entre los deseos del ser humano, que siempre lo conducen a alcanzar su satisfacción individual, y una serie de restricciones necesarias para que se diera la convivencia colectiva, previniendo que se diera el enfrentamiento entre las personas.

Este antagonismo, del que no se puede escapar si se quiere vivir en sociedad, produce una serie de conflictos entre lo que desea hacer como individuo y lo que la sociedad le permite (o considera que es correcto que haga), que Freud identifica con la etiqueta “malestar”.

La sociedad impone estas restricciones en virtud de lo que Freud denomina “cultura”, que es la suma de las producciones e instituciones humanas que nos alejan de nuestros antepasados animales y que terminan garantizando nuestra supervivencia al permitir que nos podamos organizar de manera colectiva con arreglo a fines específicos. Obsérvese que aquí cultura tiene un significado más amplio que el que asignamos normalmente; en realidad, es un sinónimo de civilización.

Para cumplir con estos objetivos, el desarrollo de la cultura exige que el interés individual sea subordinado, e incluso sacrificado, frente al interés colectivo.   De tal manera que la convivencia social se construye sobre la represión de los instintos naturales del ser humano.

Freud hace mención explícita a dos de estos, el instinto de agresividad o muerte (Tánatos) y los sexuales (Eros), que son los más básicos de la naturaleza humana, compartidos con el resto de los animales, y que deben ser especialmente controlados en el marco de la vida en común.

Freud identifica dos formas principales mediante las cuales la cultura es capaz de mantener bajo control tales instintos: La primera de ellas es la represión, mediante la cual se exige renunciar a la satisfacción inmediata de estos instintos y se crean una serie de reglas para satisfacerlos. Aquí aparecen toda una serie de reglas de convivencia social, las instituciones encargadas de garantizar que se cumplan (escuela, religiones, gremios, organismos políticos, etc.) y los castigos para quienes las contravengan.

Como segundo recurso aparece la sublimación, que trata de desviar la energía asociada con la satisfacción de tales instintos hacia otros fines que resulten aceptables para la sociedad, como por ejemplo el arte, la producción de conocimiento científico o la reflexión intelectual. Esperando que el individuo se conforme con esta satisfacción parcial de sus deseos profundos.

Pero en el fondo, ambos recursos implican un sacrificio del instinto personal y, como ocurre en el paciente individual, da origen a una frustración y un sufrimiento que tarde o temprano emergerá y causará problemas en el plano de la convivencia colectiva.

Hacia una superación del materialismo

La teoría de la cultura planteada por Freud, que hemos descrito brevemente en los párrafos anteriores, señala e identifica una serie de factores que no tienen naturaleza material, pero que cuentan con la capacidad de influir en el desarrollo de la dinámica social. Al mismo tiempo, se ofrece una explicación de la forma en que estos elementos afectan la vida social.

No es de extrañar, por tanto, que aquellos pensadores marxistas heterodoxos que buscaban elementos que les permitieran superar la centralidad del principio materialista sin renunciar al potencial crítico de la filosofía marxista, encontraran en las ideas freudianas un planteamiento con el que dialogar.

Esta simbiosis teórica dio origen a una de las líneas más prolíficas y relevantes de la heterodoxia marxista, a la que se denominó freudomarxismo. Postura de la que hablaremos con más detalle en nuestra próxima entrada, dedicada al estudio de la primera Escuela de Frankfurt, que se ha convertido en el representante más destacado de esta línea de pensamiento.

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